Por su interés y por el descubrimiento de un Karl Marx que poca gente
imagina, me permito incluir el artículo escrito por Fernando Diaz
Villanueva en Libertad Digital, de fecha 29/4/2010. Creo que lo que
Fernando explica, rompe con la idea angelical que los progresistas
tienen de uno de sus mayores héroes. Me resulta inconcebible como pueden
tener todavía seguidores y gente fascinada por personajes siniestros
como Marx o Engels. No tiene desperdicio ¡A disfrutar!
DERROCHÓN Y MAL PAGADOR
El Marx del que nadie habla
Por Fernando Díaz Villanueva
Libertad Digital 29/4/2010
El padre del socialismo, el hombre que dedicó su vida a liberar a la
clase trabajadora de sus cadenas, el abnegado filósofo y economista,
autor del ensayo que más ha influido en la historia de la humanidad,
nunca tuvo un empleo. Nunca.
Karl Marx, rebautizado Carlos en España por no se sabe bien qué razones,
se pasó la vida pidiendo dinero prestado para no devolverlo jamás. Fue
el arquetipo elevado al cubo de lo que él denunciaba: un vago, un
caradura, un ser irascible, egoísta y desalmado que vivió, literalmente,
a costa de los que le rodearon durante sus 64 años de vida.
Tras el célebre retrato que John Mayall le hizo en Londres allá por
1875, algo se atisba: muestra un hombre con barba muy poblada pero
anárquica, medio negra medio cana, que sube por los lados de la cara,
tapando las orejas, hasta llegar al pelo, con el que se funde en un
amasijo greñoso y descuidado. Aunque lleva una levita limpia bajo la que
esconde la mano, el retratado no parece un sabio, sino un mendigo al
que algún alma caritativa, por alguna razón difícil de explicar, ha
decidido inmortalizar.
Y no, la suya no fue una pose contestataria precursora del
perroflautismo contemporáneo: eso de ir hecho un guarro para hacer
méritos revolucionarios no se puso de moda hasta 1968; Marx era tal
cual: tenía auténtica fobia al aseo personal. Tanta, que terminaron por
salirle purulentos forúnculos por todo el cuerpo: en la cara, en la
espalda, en el trasero y hasta en el pene. Se quejaba amargamente de
ello en sus cartas, y esperaba –escribió por las mismas fechas en que
andaba componiendo la primera parte de El Capital… con el trasero hecho
cisco– que la burguesía, mientras existiera, tuviera “motivos” para
recordar sus forúnculos.
Su escaso apego por el aseo se juntaba con su desmesurada afición a
la bebida, el tabaco y la vida nocturna. Pasaba las noches en vela
discutiendo con unos y con otros para luego, ya de amanecida, recostarse
sobre un sofá y dormitar todo el día. Luego, si estaba de buenas se
metía en la biblioteca, donde consultaba libros y periódicos para ir
apuntalando las tesis… que ya traía fabricadas de casa. Con un estilo de
vida semejante, lo último que podía hacer era ganarse el pan
honradamente.
La pregunta que asalta al curioso es cómo él, un simple filósofo
alemán exiliado en Londres sin más patrimonio que su pluma y con una
familia que mantener, pudo vivir así tantos años. Simple: pidiendo
prestado y procurando, a la vez, no atender los vencimientos de pago.
Gracias al inmenso archivo epistolar que se conserva, y que ha sido
estudiado en infinidad de ocasiones, se calcula que Marx disfrutó de una
renta media de unas 200 libras anuales, es decir, tres o cuatro veces
lo que ganaban los obreros ingleses, a la sazón los mejor pagados del
mundo. Traducido a las circunstancias de nuestro tiempo y lugar,
estaríamos hablando de 80 ó 90.000 euros brutos al año. Y todo por no
hacer casi nada. Jamás hubo de enfrentarse al mercado y satisfacer las
necesidades de otros mediante el trabajo, que es lo que exige el sistema
capitalista. ¿Explotación? Nada: esa es una vaina que aireó Marx tras
birlar la idea a Jean-Pierre Proudhon y a Johann Rodbertus. Este último
le acusó de plagio, y Engels hubo de acudir en socorro de su amo. Con
éxito: de Marx se sabe mucho y del infeliz de Rodbertus, nada.
Su primera fuente de ingresos fue su propia familia, que vivía
holgadamente en la ciudad alemana de Tréveris. El padre, Herschel, un
competente abogado judío, se había convertido al protestantismo para
prosperar en la vida e integrarse en la sociedad prusiana. La madre,
Henrietta Pressburg, era holandesa, hija de un rabino y buena paridora
de 8 vástagos, a los que no les faltó de nada. Por esa razón el joven
Karl pudo estudiar en la universidad y convertirse luego en el perfecto
ejemplar de revolucionario de salón. Nunca visitó una fábrica, un
taller, ni siquiera una imprenta. En una ocasión su amigo Engels,
magnate del textil con intereses mercantiles en Inglaterra, le invitó a
visitar un telar de algodón, pero él, hecho a las comodidades de la
ciudad y a pasar la tarde en la taberna, declinó la invitación. Parece
mentira, pero es así: el emancipador del proletariado muy pocas veces
vio a un proletario con sus propios ojos.
Durante años, hasta bien entrado en la edad adulta, vivió de sus
padres. Recibía un estipendio periódico, que reclamaba ofuscado por
carta si no le llegaba a tiempo. Al morir su padre, en 1838, tomó su
parte de la herencia –la respetable cantidad de 6.000 francos de oro– y
se la gastó íntegra. Lo mismo haría al fallecer Henrietta, aunque ahí
tuvo que conformarse con menos, ya que había ido pidiendo anticipos a la
parentela holandesa.
Finiquitada la ubre paterna, y ya de romería política por Europa, se
especializó en desvalijar a los amigos y a los militantes con que iba
topando por los clubes de exiliados alemanes, de donde procuraba no
salir sino lo imprescindible, no fuese a ser que tuviera que aprender un
nuevo idioma o integrarse en un país distinto al suyo. Por lo general,
lo que pedía no lo devolvía. Buscaba las excusas más insospechadas para
escaquearse; algunas de ellas ciertas, como el argumento de la numerosa
prole que trajo al mundo junto a su esposa, Jenny von Westphalen.
Económicamente hablando, Jenny tampoco era manca. Hija de un barón
prusiano –de ahí el von del apellido–, recibió una generosa dote al
casarse y, luego, continuos préstamos de su familia. Pero los Westphalen
se iban muriendo, y la fuente, consecuentemente, secándose…
Cuando en casa no había ni para comer ni forma de recurrir a los
prestamistas de confianza, los Marx recurrían al mercado crediticio
ordinario, es decir, al usurero de la esquina, que siempre han existido
porque siempre ha habido manirrotos como el autor de El Capital. Pero
incluso los auténticos profesionales del riesgo evitaban al matrimonio
en los peores momentos de éste. En 1850, el casero les puso en la calle
con cuatro niños y todos los muebles, que tuvieron que empeñar para
liquidar las cuentas de la carnicería y la panadería. Entonces se
acogieron a la beneficencia. Su pequeño hijo Guido murió aquel invierno
de frío siendo un bebé.
A pesar de los contratiempos, Marx no tenía intención de cambiar.
“Lleva una vida de intelectual bohemio –se lee en un informe redactado
por aquellos días por la policía prusiana, que le seguía los pasos–.
Pocas veces se lava, se acicala o se cambia de ropa, y a menudo está
borracho. No tiene una hora estipulada para irse a la cama o levantarse
por la mañana. A menudo se pasa la noche en vela y al mediodía se tumba
en el sofá con la ropa puesta, donde duerme hasta la tarde. Cuando
entras en la habitación de Marx, el humo y las emanaciones del tabaco
hacen llorar los ojos… Todo está sucio y cubierto de polvo, y sentarse
se convierte en una tarea peligrosa”. Una joya de hombre.
A Marx le salvó su amistad con el ricacho Engels, al que sangró a
modo. Durante cuarenta años, el multimillonario del textil estuvo dando
dinero a Marx, al principio como apoyo para que se dedicase a escribir
libros y luego, a partir de 1869, ya de modo formal: le hizo
beneficiario de una asignación vitalicia.
Teniendo en cuenta que, por aquellas mismas fechas, Engels se había
retirado del negocio, asegurándose antes una buena pensión de
jubilación, su amigo Marx se convirtió en el rentista de un rentista.
Las dos mentes más preclaras del socialismo, los padres de El Capital,
fueron unos rematados rentistas, figura que sólo fue posible en el siglo
XIX gracias a la extraordinaria prosperidad que había forjado el
capitalismo. Una paradoja y una verdad ligeramente incómoda… que no
todos están dispuestos a reconocer.
Hola Felipe, en la narración de éste artículo por Francisco Villanueva se menciona el retrato de Karl Marx; ¿sabe porque esconde la mano derecha? ¿es un gesto similar al de Napoleón Bonaparte en la pintura de Jacques-Louis David? En éste momento me encuentro leyendo sus artículos desde el primero, agradzco tanto conocimiento que ha dejado por aquí. Reciba un cordial saludo!
ResponderEliminarHola Rubén, muchas gracias por tu comentario elogioso.
ResponderEliminarLo de mano es curioso. Algunos hablan de un gesto masónico, otros que si era una postura de la época de los romanos e incluso que en Francia era una señal de decoro, una norma social bien vista.
Creo que se puede elucubrar mucho. Yo me decamto por la masoneria, pero también es discutible.
Un abrazo, Felipe Botaya