Os incluyo dos artículos aparecidos en El Manifiesto en esta semana
(13 y 14 de Febrero) y que resumen perfectamente la última obra FESTIVUS
FESTIVUS, del desaparecido escritor y pensador francés Philippe Muray
(1945-2006), con él cual estoy de acuerdo totalmente en la obra de
demolición que lleva a cabo el estúpido “buenismo” social que nos ahoga.
Los artículos son de Rodrigo Agulló y merecen nuestra máxima atención.
Recapacitad, lo que dice es lo que sucede. No tienen desperdicio. ¡A
disfrutar y pensar!
RODRIGO AGULLÓ
“Imagina a toda la gente […] viviendo al día, sin países y sin
religiones, sin nada por lo que luchar o morir, una hermandad del hombre
compartiendo todo el mundo, y el mundo vivirá como uno solo.” Nada
mejor que John Lennon y su pastelosa balada para saludar a la nueva era,
una era cuyo umbral probablemente hace ya tiempo hemos traspasado.
Bienvenidos al mundo rosa-bombón del futuro: la utopía más espantosa,
porque todo indica que es realizable.
Caminamos, sin duda, hacia un mundo mejor. Un mundo que en el que la
democracia y los derechos humanos reinarán sin alternativa posible. Un
universo pacificado donde todas las voces serán oídas, todas las
creencias reconciliadas, todas las contradicciones evacuadas, donde la
solidaridad y la transparencia serán la norma en un presente eterno
liberado de las rémoras y atavismos de épocas anteriores. Pero es
preciso no bajar la guardia. Todo lo contrario. Hoy más que nunca es
preciso el compromiso. La ingerencia humanitaria. La lucha. Contra las
exclusiones, contra los populismos, contra el sexismo, contra el
racismo, contra las discriminaciones en todas sus formas, contra la
xenofobia, contra la polución, contra el maltrato a los animales, contra
el tráfico de marfil y de pieles, contra las responsables de las
lluvias ácidas, contra la masacre del paisaje, el tabaquismo, el
colesterol, el sida…
¿Y que hacer del pasado? ¿Qué hacer de esa historia de exclusiones,
de genocidios, colonialismos, sexismos, racismos? El pasado es culpable,
es preciso arrojarlo como pasto de revisiones, autoinculpaciones y
desagravios, o bien reacondicionarlo, asearlo y pasteurizarlo en un
parque temático ejemplarizante y progresista, porque de lo que se trata
es que la humanidad sea transformada, reeducada y readaptada en esta
vasta empresa de mejora del mundo.
Vivimos en la era del azúcar sin azúcar, de las guerras sin guerra,
del té sin té, de los debates en que todo el mundo está de acuerdo. Más
modernización. Más globalización. Más Europa. Más transparencia. Más
pluralismo. Más mestizaje. Más igualdad. Más paridad. Más de más. Lo
esencial es la tolerancia, mucha tolerancia, tolerancia del respeto,
respeto de la tolerancia, ¡delatemos y sancionemos a los enemigos de la
tolerancia! La paz eterna pasa por una civilización universal donde ya
no habrá racismo, porque ya no habrá razas; donde ya no habrá sexismo,
porque ya no habrá sexos. Ideal supremo: un mundo poblado de
suecos socialdemócratas en celofán, plácidos, higiénicos, participativos
y ecocompatibles.
Pero esta cruzada necesita de todos sus combatientes, porque se trata
de una lucha titánica y de dimensiones cósmicas. Es el combate de los
partidarios de la emancipación individual y de la tolerancia universal,
de la sociedad abierta y sin fronteras, de la universalización
derechohumanista y de la igualdad de géneros, frente al oscuro pasado de
un mundo hecho de dogmas, de prejuicios grupales y religiosos, de un
orden social jerárquico, conflictivo, intolerante y desigualitario.
Y cada victoria de la innovación contra la tradición es una conquista
radiante de la humanidad. Es por ello lógico que los “inconformistas”
–esos que asumen el grave riesgo de enfrentarse a las fuerzas
“conservadoras, inquisitoriales y homófobas” – vean coronados sus
esfuerzos con nombramientos institucionales, y que los subversivos sean
subvencionados, y que los anarquistas reciban encargos ministeriales.
¿Y que hace usted, lector, por la victoria? ¿Es usted un rebelde? ¿Es
usted un transgresor? ¿Un iconoclasta acaso? Si es usted un individuo
flexible, elástico, libertario, sin tabúes ni prohibiciones, sin
ataduras ni prejuicios, sin memoria, inocente, perfectamente integrado
en cuando emancipado, solidario y comprometido con la buena causa,
absolutamente conforme a la voz del tiempo, sepa que es usted un
perfecto ejemplar de Homo Festivus, el hombre de la post-historia. Y que
como tal ha sido retratado, diseccionado en sus pompas y en sus obras y
–lo que es mejor– convertido en materia prima literaria por quien ha
sido sin ninguna duda el mayor agente corrosivo en la literatura de los
últimos tiempos: el escritor Philippe Muray.
¿Quién es Philippe Muray?
Rápidamente llegué a la conclusión de que no se podía escribir de
otra forma que en el sentido contrario al de las agujas del mundo.
Philippe Muray
Philippe Muray
Nacido en Francia en 1945 y fallecido prematuramente en 2006,
Philippe Muray nunca rebasó en vida el carácter de escritor “de culto”.
Los media y el mundo literario trazaron un muro de silencio en torno a
su persona, y sólo hacia el final de su vida comenzó a ser conocido por
el gran público. Deja tras de sí una obra a caballo de varios géneros:
ensayo, novela, panfleto, crítica literaria y de arte, poesía, y una
extensa colección de crónicas agrupadas en varios volúmenes de
disuasorio título: Exorcismos espirituales. Una producción un tanto
críptica, que exige familiarizarse con el léxico peculiar del autor.
Pero Muray es uno de esos casos excepcionales en los que el talento se
impone frente al silencio mediático, y hoy, convertido en referencia de
moda entre la intelectualidad del país vecino, muchos continúan
ignorando quién era en realidad… ¿Un filósofo, un literato, un
sociólogo, un moralista? Muray se quería, lisa y llanamente, un
escritor. Su materia prima: el tiempo presente. Su estilo: cáustico,
irónico, corrosivo, barroco –no en vano se le compara con Celine. Su
método: una máquina en la que se introducen hechos y se extraen
interpretaciones. Su vocación: convertirse en el cronista deldesastre de
los tiempos actuales. Su programa: vamos a hacerle detestar el nuevo
milenio.
Con estas premisas no es de extrañar que se sitúe en una zona
maldita: allí donde toda recuperación se hace imposible. Muray es el
gran crítico de la modernidad, es su enemigo acérrimo, irreconciliable,
absoluto. Y si la literatura aún conserva para él alguna función, ésta
es la de hacernos detestar este estado de cosas que no cesa de
presentársenos como lo más deseable.
Porque para Muray –y este es su punto de partida– “ningún mundo ha
sido jamás tan detestable como el mundo presente”. ¿Y qué es lo que hace
a nuestro tiempotan detestable? Repuesta: el hecho de que vivimos en
una época inédita, aquella que ha visto consumarse una metamorfosis de
lo humano. Y esta mutación sólo puede comprenderse si aceptamos una
hipótesis: que la humanidad ha salido de la Historia, que vivimos en
tiempos post-históricos –esto es, post-humanos, en tanto en cuanto
Historia y humanidad han sido siempre términos sinónimos. Es un
paradigma –el Fin de la historia que tiene una filiación intelectual
bien conocida: hunde sus raíces en la dialéctica hegeliana y tuvo a su
más brillante expositor en la obra del filósofo ruso-francés Alexander
Kojève.
Adiós a la Historia, adiós a lo humano
Simplificando mucho, podemos resumir la tesis de Kojève de la
siguiente forma: eldeseo de reconocimiento es lo que hace del hombre un
ser con historia. Para el hombre no es suficiente con auto-percibirse:
lo esencial es que los otros le perciban como sujeto, y su afán de
auto-creación, de auto-transformación es así alimentado por ese deseo,
que es lo que le empuja a hacer historia. Y aquí se introduce un
elemento clave –para Kojève y para Muray–, que es la idea de
negatividad. Es ese afán de reconocimiento –sustrato de la historicidad
del hombre– lo que le lleva a negar el mundo tal como es, y también a
negar sus propios instintos naturales. Sólo un ser libre es capaz de
ello: el hombre.
El hombre es negatividad encarnada, lo que implica
reafirmación constante del Señor que llevamos dentro, y sumisión del
Esclavo que llevamos dentro. Y es así como el deseo de reconocimiento
triunfa sobre el instinto animal de autopreservación: vencer el miedo a
la muerte y arriesgar la vida, si es preciso, para obtener ese
reconocimiento. Ésa es la lucha constante en el fuero interno del
hombre, ésa es la fuerza que pone a la Historia en movimiento. Para
Kojève, el hombre “es verdaderamente histórico o humano sólo en la
medida en que es un guerrero”.
En el centro de la reflexión de Muray se sitúa una constatación: la
Historia ha concluido, y la humanidad no ha podido todavía tomar la
medida de su propia metamorfosis. Porque –siguiendo a Kojève– “la
Historia se detiene cuando el hombre deja de actuar en el sentido fuerte
del término, esto es, cuando ya no niega más, cuando ya no transforma
el entorno natural y social por una lucha sangrienta y el trabajo
creador. Y el hombre deja de hacerlo cuando el entorno real le da plena
satisfacción, realizando plenamente su deseo de reconocimiento. Cuando
el hombre está verdadera y plenamente satisfecho por lo que es, ya no
desea nada más de lo real y ya no cambia más la realidad, cesando así
también de cambiarse a sí mismo”.
Es en el momento en el que el mundo deviene completamente racional
cuando el hombre agota todas sus potencialidades: la Muerte, el Mal y
las contradicciones se eclipsan, y ya no queda otro proyecto que
perpetuar un presente eterno hecho de placeres y distracciones. En el
plano económico todo esto se expresa en elcapitalismo. En el
psicológico, en la democracia liberal y sus marcos garantistas de
reconocimiento. Y en lo político en un orden universal y homogéneo en el
que la política se sustituye por la administración de las cosas.
La salida de la Historia no es un acontecimiento apocalíptico que
venga acompañado de trompetas. Es un deslizamiento que sucede
quedamente, es invisible, imperceptible, cotidiano, anodino, trivial…
El
Fin de la Historia, por supuesto, no significa (como muchos se empeñan
en malinterpretar) el fin de los acontecimientos. El Fin de la Historia
significa la ausencia de un sentido superior de los acontecimientos,
significa que éstos se limitarán a suceder, pero sin derivar su
significado de una voluntad de transformación de los principios que
gobiernan a los hombres. Significa que esos acontecimientos, lisa y
llanamente, no significaránnada. El Fin de la Historia pertenece al
orden de las sensaciones, y de ahí la dificultad en poder aprehenderlo.
No es un descubrimiento científico, es una evidencia, que se tiene o no
se tiene. Se puede describir –y la literatura es el mejor medio – pero
no se puede demostrar.
Para Muray –cuya vida transcurre en los linderos entre el viejo mundo
y el nuevo – el advenimiento de la post-historia es un acontecimiento
de una profunda tristeza, la catástrofe por excelencia.
¿Cuándo se cruzó
el umbral? Probablemente en algún momento entre los años sesenta y
ochenta del pasado siglo. Pero esta evolución sí le ofrece algo a Muray:
la materia prima de su obra literaria. Muray es el cronista del declive
de un mundo y de su sustitución por otro. Muray levanta acta de cómo
los nuevos tiempos post-históricos neutralizan todas las
contradicciones, purgan todo aquello que es anterior e incompatible con
ellos, pero al mismo tiempo se encargan de ocultar una realidad que
sería demasiado dura de aceptar: la Historiaha concluido. Y para eso es
necesario fingir que seguimos en los tiempos históricos, es necesario
inventar enemigos imaginarios y contradicciones que ya no existen, en un
relato épico en el que los guardianes del nuevo orden
–invariablementeprogresistas– se sueñan resistentes a órdenes
jerárquicos y patriarcales, u opositores a regímenes autoritarios que
hace ya tiempo fueron reducidos a cenizas.
Son combates sin riesgo,
luchas ganadas de antemano, parodias y pastiches que sólo disimulan una
realidad: vivimos en una civilización de control total que se ha
adueñado de lo negativo y que lo fabrica en serie para evitar su uso
exterior. De hecho, ya no hay exterior: el “anticonformismo”, la
“trasgresión” y la “marginalidad” son productos domesticados, y
cualquier pensamiento verdadero se encuentra, tarde o temprano, ahogado
bajo el peso de su duplicata. Y a esa desaparición de la dialéctica real
–de lo auténticamente humano – sucede la instalación de un parque
temático global donde, en vez del hombre de los tiempos históricos,
habita un neo-hombre, el gran protagonista de la obra de Muray: Homo
Festivus.
La Fiesta del último hombre
¿Hay vida tras el fin de la Historia? ¡Sí! Responde Muray. De hecho
no hay nada más que eso: la vida de ese turista universal llamado Homo
Festivus, criatura definitivamente liberada de todas de las cuestiones
existenciales, vinculadas a la muerte, que tanto atormentaban a sus
ancestros. Homo Festivus es cool y carece de los atosigantes prejuicios
de épocas anteriores, se ha sacudido el lastre de pertenencias
hereditarias, no se considera continuador de ningún legado histórico. Él
ha nacido ayer, él es su propio producto, él mismo decide su propia
identidad cultural y sexual. Transgresor e inconformista, Homo Festivus
es aquel que siempre dice ¡Sí! a toda novedad que se le propone.
Adorador de la diversidad, es abstracto e intercambiable por cualquier
otro de su especie en cualquier parte del mundo.
Homo Festivus está siempre en guardia contra los conservadores, los
obscurantistas, los inmovilistas y demás adversarios del progreso,
periódicamente exhumados desde un pasado difunto para hacer el papel de
cómodos fantoches. ¡Sin esa presencia negativa no habría fiesta
completa! ¡Dónde estarían, sin esa “lucha”, los oropeles trasgresores,
las diademas libertarias! Homo Festivus está comprometido con todas las
buenas causas del planeta; de la vieja izquierda conserva no sus dogmas
revolucionarios, sino una visión moralista y un anhelo de utopía que le
lleva a promover una visión virtuosa y arcangélica de lo real. Su
empatía con los sufrimientos ajenos se manifiesta en un desbordamiento
emocional que le lleva a encarar los dramas del planeta en un registro
lacrimoso-caritativo, lo que a su vez le permite consumir, divertirse,
viajar y socializar con suplemento de buena conciencia, siempre que haya
una invocación solidaria, humanitaria o ecológica de por medio.
Homo Festivus es una alegoría, es un maniquí teórico, es la expresión
sintética del festivismo de masas que aparece retratado en la obra de
Muray. Y ahí reside el gran hallazgo de este autor, en la descripción de
la Fiesta como estadio terminal post-histórico, como eterno presente
donde se disuelven todos los venenos de la negatividad y de las
contradicciones. Vivimos en una Festivocracia, en los tiempos
Hiperfestivos.
Entiéndase: no se trata de una fiesta en sentido
tradicional –una ocasión excepcional que se contrapone a lo cotidiano.
La Fiesta es ahora la cotidianeidad misma: todo concurre a mantener una
ilusión de distracción permanente en la que la fiesta pierde su carácter
distintivo. Entiéndase también que Muray no articula una crítica –en un
sentido marxista– de la Fiesta como “alienación”, como pan y circo que
los gobernantes impondrían a los gobernados y de la que sería posible
“liberarse” según ese optimismo caro al mesianismo revolucionario. No.
La Fiesta es exigida desde la base porque responde a una evolución
sistémica en la que los gobernantes ya no gobiernan gran cosa y en la
que el mutante Homo Festivus tiene la palabra, y tiene lo que se merece.
Exacerbación hedonista y euforia compulsiva, las Pride, las Rave y las
fiestas cada vez más gigantescas de la era hiperfestiva no son más que
síntomas entre otros muchos.
Porque la Fiesta es mucho más que sus manifestaciones concretas, la
Fiesta es modo integral de producción y reproducción de lo social, es
organización, es eliminación de fracturas y escisiones, es fusión y
unificación, es forma de “liberarse” del mundo concreto. La Fiesta es el
proceso de sustitución del territorio real por el mapa de lo festivo.
Homo Festivus ha llevado a la práctica, de manera siniestra, el lema
festivista de los revolucionarios del sesentayocho: “tomad vuestros
deseos por la realidad”. Bajo el signo de la realidad virtual discurren
los tiempos post-históricos.
La llegada del Homo Festivus no es ninguna sorpresa. No es otro que
aquel Último hombre que fue descrito por Nietzsche en una célebre
intuición: el hombre de la post-historia, que llega, sin épica y sin
grandeza, a quedarse para siempre. El Último hombre que rechaza
ostentoso todos los ideales e ilusiones del pasado (“antes, todo el
mundo estaba loco”); el Último hombre “que cree que ha inventado la
felicidad, y que guiña el ojo”; el emancipado absoluto, el nihilista
pasivo, el ciudadano del mundo, el rebelde en patinete, el consumidor en
bermudas, Homo Festivus.
Risa y subversión
El hombre sufre tan profundamente que ha tenido que inventar la risa.
El animal más desgraciado y más melancólico es también el más alegre
Nietzsche
Nietzsche
Nada más lejos de Muray, frente al desenfreno festivista, que una
apología lastimera de “los viejos tiempos” y de sus adustas virtudes.
Porque si Muray rechaza los tiempos hiperfestivos no es porque éstos
sean alegres, sino por todo lo contrario: “la característica esencial de
lo post-humano –dice Muray– es su ausencia de humor, la imposibilidad
de reír –si no es con esa risa alelada propia de los bebés”. ¿Una Fiesta
sin risa? Sí, una liturgia festiva mortalmente seria. La risa adulta
requiere un fondo de incertidumbre y de indecisión que es incompatible
con un moralismo que exige saber siempre dónde está el bien y dónde está
el mal. Si nos reímos es siempre a expensas de algo –o de alguien –.
La risa casi siempre es irrespetuosa, suele ser cruel, y es en cualquier
caso discriminatoria y por tanto contraria a los valores democráticos
de comprensión y de respeto del Otro. ¿Cómo reírse sin ofender a alguna
de esas minorías tan minoritarias que son ya legión? El mundo
contemporáneo, liberado de las taras de la Historia, se ha transformado
en empresa positiva y no admite bromas. El Imperio del Bien rechaza las
burlas por retrógradas.
Destruida toda trascendencia y toda ilusión, Homo Festivus intenta
escapar del abismo, restaurar la fisura y colmar la brecha a través de
una euforia que se superpone a las catástrofes del mundo real. Pero es
un cierre en falso. Y todavía es posible mantener abierta esa brecha de
incertidumbre. A través del humor. El humor que tiene como objetivo
acentuar el desacuerdo con el mundo. Porque la risa es de lo poco que
queda de aquella antigua negatividad, hoy asediada por todas partes.
Nuestra época es ridícula, y ante ella la única actitud posible es la
risa. Inútil esperar el más mínimo pensamiento de quienes se la tomen en
serio. Frente a la conversión del mundo en un gigantesco jardín de
infancia, “reír y pensar se han convertido en términos sinónimos”. El
resto no es más que aquiescencia bobalicona y entertainment.
El consenso totalitario
Los modernos nunca pierden la ocasión de ser autoritarios y de dar órdenes a todo el mundo.
Philippe Muray
Philippe Muray
El lenguaje del Bien es sutil. Se espuma autocomplacido en el elogio
del Otro – ¡los queridos Otros!–, hace la alabanza de la diversidad, del
pluralismo y de la tolerancia. Pero con ello quiere decir justamente lo
contrario. De lo que trata el “Otrismo” es de erradicar la alteridad.
La alteridad genera discriminación, rivalidad, odio al extraño… y la
unificación benéfica de la humanidad pasa por el mestizaje universal
¿Cómo es posible conciliar lo inconciliable? ¿Cómo es posible caer
extasiados ante las identidades culturales y étnicas, y al mismo tiempo
promover su disolución en el mestizaje?
Llegamos al núcleo del proyecto
progresista: el Otro siempre es bienvenido si su religión se disuelve en
cultura, su cultura en folklore, y su identidad en simulacro. Es decir,
si el Otro se convierte en lo Mismo. El elogio del Otro es siempre el
primer paso hacia la estandarización del planeta.
Imposición y omnipresencia de lo Mismo. Se trata de erradicar la
negatividad, la contradicción, lo real, todo aquello que constituía la
Historia y que en la post-historia no es más que “el Mal”. Es el Imperio
del Bien: un moralismo ubicuo que cuenta con sus beatos, sus
misioneros, sus damas de la caridad y sus ligas de la Virtud.
Con sus
evangelios: el dogma del mestizaje, de la amalgama, de la abolición de
fronteras, de abolición de la diferencia sexual, de abolición de toda
diferencia. Con sus instrumentos represores: un síndrome
maníaco-legislativo y una peste justiciera que Muray bautiza como
“erótica de lo penal” y que se despliega en un arsenal de mecanismos de
delación y de punición contra cualquier opinión o conducta supuestamente
discriminatoria por motivos de origen, sexo, estado de familia, salud,
discapacidades, características físicas, orientación sexual, edad,
nación, raza, religión y un larguísimo etcétera. Y con el
correspondiente celo persecutor contra cualquier idea, creación o línea
de investigación que sea sospechosa de dar pábulo o alentar formas de
pensar incorrectas. Una empresa de purificación ética que reclama
vigilancia, control, prevención, y que se traduce en una bulimia
normativa que persigue cualquier atisbo de vacío legislativo, que no
cesa de inventar nuevos delitos contra la salud, contra la higiene,
contra las costumbres juzgadas bárbaras o prehistóricas, y que acorrala,
organiza y tabula cualquier resquicio por donde pueda asomar la vida, o
sea, todo aquello que se salga de su ideal de asepsia absoluta y de su
lívida, insípida y frígida Transparencia.
Con una consecuencia: la victimización general de la sociedad. El
estatuto de víctima es rentable ¡todo el mundo quiere ser víctima! Un
histerismo de la compasión y una exigencia obsesiva de protección que
corren paralelas con un moralismo llorón y una sentimentalización de la
política dignas de figurar algún día en una historia universal de la
cursilería. Con el colofón de la culpabilización general del pasado: la
convocatoria de safaris morales para perseguir la xenofobia, el
fascismo, el racismo y la homofobia a través de los siglos, lo que nos
conforta en una certeza: nuestros valores son los universales y
definitivos, nosotros somos mejores, nosotros somos buenos.
Claro que un mundo donde toda tensión haya sido abolida, un mundo sin
misterio, sin sorpresas, sin enigmas, donde sólo reine lo
indiferenciado y donde todos sean iguales, sería lo más parecido al
infierno. Es por ello imprescindible introducir al menos un simulacro de
tensión, una negatividad de cartón piedra. Y así las fuerzas del Mal
son ritualmente convocadas, para que los “subversivos” y los
“inconformistas” puedan librar sus cruzadas progresistas contra la
intolerancia, el integrismo, la xenofobia y el fascismo que viene. Todos
los totalitarismos necesitan enemigos. Stalin no cesaba de desbaratar
conspiraciones trotskistas; en el 1984 de Orwell Oceania se enfrenta en
una guerra eterna contra Eurasia y Estasia.
Muray denomina consenso blando a esa forma sutil del totalitarismo.
En la era de los buenos sentimientos se hace imposible oponerse a las
normas higiénicas e idílicas sin que al tiempo parezca que se ataca al
género humano. En el fondo, más que reprimir violentamente la alteridad
–como hacían las tiranías clásicas– se aspira a eliminar la posibilidad
misma de su existencia. Decía Orwell –en su análisis de la Novolengua en
1984– que cuando ya no existen palabras para nombrar una cosa, la cosa
deja de existir. La corrección política se encarga de esa depuración del
lenguaje, de asearlo, aseptizarlo e higienizarlo conforme a los dogmas
del día.
¿Qué hacer? Para Muray sólo cabe una opción: marcar, a través de la
literatura, una distancia sanitaria frente a “todas esas formas pomposas
y fúnebres de la moral contemporánea y todo su sistema de valores
tolerantistas, paritarios, intercambistas, librecambistas, solidaristas y
multiculturales, pero siempre vigilantes, niveladores y controladores
como las beatas de sacristía que en realidad son, que ahogan con su peso
de muerte y de prejuicios lo poco que todavía queda de vida, y que si
perduran es porque siguen sin dejarse definir como lo que realmente son:
un orden moral, el orden moral más odioso de todos los órdenes morales
que jamás hayan agobiado a la humanidad, pero cuyo origen de izquierda
le protege de la debacle que merece”.
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