Segundo y último artículo aparecido en El Manifiesto de Rodrigo Agulló. No os lo perdais, ¡De verdad! ¡Espectacular!
RODRIGO AGULLÓ
Cuando los castradores pasan por liberadores
Las sociedades post-históricas se caracterizan por un odio –rayano en lo patológico– por el Patriarcado como configuración arquetípica de los tiempos históricos, que se identifica además con el orden arcaico de diferenciación entre los sexos. Una diferenciación que se ve asimilada a los vestigios de la soberanía masculina y del antiguo régimen machista. La supresión de todo principio de contradicción exige eliminar ese antagonismo básico, esa vieja distinción sexual que era “demasiado ofensiva, demasiado constatable, demasiado cargada de sentido”. Homo Festivus cultiva un ideal unisex.
Las sociedades post-históricas se caracterizan por un odio –rayano en lo patológico– por el Patriarcado como configuración arquetípica de los tiempos históricos, que se identifica además con el orden arcaico de diferenciación entre los sexos. Una diferenciación que se ve asimilada a los vestigios de la soberanía masculina y del antiguo régimen machista. La supresión de todo principio de contradicción exige eliminar ese antagonismo básico, esa vieja distinción sexual que era “demasiado ofensiva, demasiado constatable, demasiado cargada de sentido”. Homo Festivus cultiva un ideal unisex.
Y en los tiempos hiperfestivos la
figura del Paterfamilias no tiene otra asignación que la de convertirse
en residuo naftalinoso o clown irrisorio, abocado a su reeducación por
las Madres y por los Niños –dos figuras dominantes en el orden simbólico
de los tiempos post-históricos.
Las formas hegemónicas de producción de lo social concurren a
realizar un ideal andrógino conforme a la idea de que todo sujeto porta
en sí una “bisexualidad variable”, y de que en cualquier caso el ser
“hombre” o “mujer” son roles socialmente inducidos, susceptibles de ser
re-fijados en cualquier estadio de la vida. La invención estadounidense
de la ideología de género acude al rescate para decir que la vieja
humanidad estaba equivocada al creer que sus miembros podían definirse
en función del sexo. Lo que procede es definirse en función del género,
masculino o femenino a gusto del consumidor. ¡Basta ya de ese
insoportable escándalo de naturaleza que consiste en no poder elegir el
sexo!
Los transexuales son portadores de un mensaje de esperanza para la
humanidad. La liquidación de los viejos roles sexuales no puede
reducirse al ámbito de lo social –maternalización de los padres,
virilización de las mujeres–, sino que debe extenderse al plano
psicosomático: la nueva moral impele a los hombres a “dejar hablar al
lado femenino”, el mercado les anima a repulir su aspecto, y el
sacrosanto principio de transparencia les exhorta a “reconocer la
bisexualidad latente” cuando no a “salir del armario”. La “bisexualidad
psíquica infantil” será cuidada como delicada planta por una pedagogía
que se apresurará a erradicar cualquier brote considerado “homófobo”, y
los juguetes considerados “sexistas” serán prohibidos. Tal vez, al cabo
de una o varias generaciones, se habrá conseguido olvidar de una vez por
todas la antigua y maldita división de sexos.
Esta abolición de la distinción sexual –en realidad una
des-sexualización en toda regla– se acompaña de dos fenómenos a los que
Muray reserva sus críticas más acerbas: la feminización y la
infantilización del cuerpo social.
El niño es el Rey de los tiempos
post-históricos. Desde el momento en que el pasado se condena en su
conjunto, la ventaja del adulto sobre el niño desaparece, y es el niño,
la inocencia, el que pasa al primer plano. En la publicidad y en el cine
es el niño el que siempresabe lo que hay que hacer, el adulto –sobre
todo el padre– aparece como “un imbécil inadaptado al que sólo se tolera
si se pliega a las reglas de los niños que evolucionan bajo el ojo
tierno de las mamás-todo amor.” Toda la post-historia es una regresión a
la infancia, y Homo Festivus es un niño consentido al que hay que
organizar distracciones para que no se aburra. Los niños viven en un
eterno presente, son los mejores consumidores y tienen todos los
derechos.
La maternidad-mundo –señala Muray– se encarga de convencernos
de que somos niños irresponsables rodeados de programas higienistas,
caritativos, humanitarios, protectores, y de que no tenemos otra cosa
que hacer que flotar como fetos andróginos en la música del
hiperfestivismo como en el baño matricial de los orígenes.
Lo más curioso es que, para algunos cerebros hibernados en la
mitología sesentayochista, esta des-sexualización inducida todavía se
considera una sublevación heroica, una batalla a muerte contra el
puritanismo y la reacción. Cuando se trata precisamente de lo contrario:
de la destrucción de la antigua libido –considerada como negativa,
jerarquizante y conflictiva– y de su sustitución por un sistema de
asepsia absoluta. Llegamos al mundo del “Progenitor A, Progenitor B”, al
mundo donde para evitar “traumas” se reclama la supresión de la mención
“sexo” de los papeles de identidad, a un mundo en que el
auto-engendramiento y la clonación son perspectivas reales. Y en el que
el sexo entendido como actividad higiénica y cuasi-deportiva marca el
fin del erotismo. El sexo es omnipresente, pero los sexos desaparecen.
Un solo sexo, el mismo para todos. El sexo como consumo, el placer como
obligación. No ocultar nada, mostrarlo todo. Es el reino de la
Transparencia total, el fin de la porosidad de la vida. ¿Qué queda del
antiguolibertinaje –de aquella parte maldita hecha de claroscuros y de
penumbras? ElImperio del Bien alcanza cotas que ni el viejo puritanismo
religioso llegó a soñar.
El escritor Philippe Muray es un sujeto histórico extraviado en la
post-historia, es unsujeto sexual que describe la desaparición de la
sexualidad. Y esa descripción es una llamada implícita a recuperar “ese
punto fundamental del equilibrio humano: la relación humana franca, y
tradicional porque histórica, es decir real, entre el hombre y la mujer
–sabiendo que la mujer desea al hombre que desea a la mujer que a su vez
desea al hombre como un hombre, y no como una mujer.” Restaurar la
sexualidad sería una forma de reconquistar lo real, de restaurar la
Historia.
El progresismo y sus cipayos
El progresismo y sus cipayos
Muray está muy lejos de ser un polemista. No aspira a emprender un
diálogo, a intercambiar ideas, a debatir. Mucho menos a convencer. Para
él la actividad literaria es sólo un medio de restaurar su distancia
frente al mundo moderno. Porque la catástrofe no tiene remedio, la
liquidación de la vieja humanidad y las viejas condiciones de vida es
irreversible. Y si hay un enfrentamiento, no es entre conservadores y
progresistas, sino entre las diversas facciones que, dentro de la
modernidad, mantienen la ficción de que la Historia continúa. Moderno
contra Moderno, esa es la realidad. Su tarea hercúlea consiste en
elaborar una recensión minuciosa – a través de la sátira, la literatura y
la sociología – de los dogmas y aberraciones de un mundo que pretende
extirpar toda negatividad e instaurar una visión arcangélica de lo real.
Entresacamos algunos retratos de los diferentes rostros de Homo
Festivus.
El rebelde
Para Muray es muy fácil reconocer a un “rebelde”: es el que siempre dice ¡sí! a todo lo que, de un modo u otro, se le propone como “nuevo”. Eso es lo poco queHomo Festivus ha retenido del marxismo: la creencia enternecedora en que “lo nuevo es invencible”, que el futuro es para él y que el viento de la Historia sopla en sus velas.
Para Muray es muy fácil reconocer a un “rebelde”: es el que siempre dice ¡sí! a todo lo que, de un modo u otro, se le propone como “nuevo”. Eso es lo poco queHomo Festivus ha retenido del marxismo: la creencia enternecedora en que “lo nuevo es invencible”, que el futuro es para él y que el viento de la Historia sopla en sus velas.
En los tiempos hiperfestivos la transgresión, lo subversivo y lo
“políticamente incorrecto” están en el puente de mando. Y así se impone
“la Cultura como consenso anticonsensual, la transgresión como rutina
artística, la subversión como subvención y la provocación como
paquete-regalo en todas las buenas causas mediáticas que son presentadas
como conquistas radiantes, pero tambiénpeligrosas, del espíritu”. La
transgresión como nuevo academicismo aspira a mantener la ilusión de
“ruptura”, de continuidad de los tiempos históricos: “la ficción de lo
negativo se manifiesta por un elogio continuo de todo lo que antes se
manifestaba como negatividad, como combate contra el Orden moral. Pero
desde el momento que todo el mundo se pretende subversivo, ya no hay
subversión. Si todo el mundo se aparta de la norma, esa norma es
puramente ilusoria. La ruptura reemplaza a la norma, y el conformismo
toma la máscara de la subversión”.
Para Muray el fin del mundo consiste en el fin de la dialéctica real y
en su sustitución por parodias más o menos conseguidas. Los
rebelócratas son los grandes figurantes de esa parodia. Pero es una
parodia en la que ya nadie cree. En un mundo sin alteridad, sin
enfrentamientos, sin posibilidades múltiples, es decir, sin negatividad,
las palabras subversivo, transgresor, iconoclasta o provocador son
vocablos que han conservado tanto poder de mordiente como las encías
podridas de un nonagenario.
El artista
Ejemplo más nítido de la subversión de cartón piedra, el artista “reclama no sólo el derecho a la transgresión sin sanción, sino a la institucionalización de la transgresión –y sólo un espíritu de los de antes podría ver la contradicción que ello implica”. La Cultura es uno de esos sustantivos que sobreviven a la transformación de su contenido. Lo que hoy se llama “cultura” es uno de los agentes más eficaces del Bien radical. Y los “artistas” –alegremente asimilados a los “intelectuales”– son los mejor situados para diseminar el imaginario del Bien entre el cuerpo social. Como señala el filósofo Jean Claude Michéa, “el reciclaje de la mitología romántica del artista rebelde permite a todos los artistas oficiales del showbusinessencontrarse en la escena de todos los combates en los que está en juego la defensa del orden económico y cultural que asegure su rentable celebridad”.
Ejemplo más nítido de la subversión de cartón piedra, el artista “reclama no sólo el derecho a la transgresión sin sanción, sino a la institucionalización de la transgresión –y sólo un espíritu de los de antes podría ver la contradicción que ello implica”. La Cultura es uno de esos sustantivos que sobreviven a la transformación de su contenido. Lo que hoy se llama “cultura” es uno de los agentes más eficaces del Bien radical. Y los “artistas” –alegremente asimilados a los “intelectuales”– son los mejor situados para diseminar el imaginario del Bien entre el cuerpo social. Como señala el filósofo Jean Claude Michéa, “el reciclaje de la mitología romántica del artista rebelde permite a todos los artistas oficiales del showbusinessencontrarse en la escena de todos los combates en los que está en juego la defensa del orden económico y cultural que asegure su rentable celebridad”.
La
“rebelión” es una operación de blanqueo por la cual el capitalismo se
rehace una virginidad, lo que a su vez permite reconciliar el nivel de
vida burgués con el estilo de vida del artista: el artista se beneficia
de las ventajas materiales y morales del conformista, además del
prestigio del disidente. “En su boca, la “cultura” y el “arte” sólo
sirven para instrumentalizar la historia secular de la conciencia
inmaculada dela izquierda – que sólo ahora comienza a verse que no es
más que una historia de tartuferías.” El artista es “progre” por
definición.
“Nunca antes los artistas habrían pretendido ser los médicos de la
humanidad sufriente, los líderes, los comprometidos, los solidarios, los
liberadores y los redentores del mundo. Nunca antes se les hubiera
ocurrido auto-designarse como conciencia moral perpetua, poco menos que
por derecho divino.
Nunca antes habrían exigido que los poderes públicos
les subvencionen su libertad privada, y que esa subvención tenga que
defenderse con uñas y dientes como si fuera una conquista social
inalienable. Élite autodesignada, aristocracia ilustrada, su buena
conciencia –tan astuta como ingenua – les mantiene en la ilusión de
creerse la guía y la conciencia del pueblo”. Muray tiene un nombre para
ellos: artistócratas.
El turista
Alguien dijo que el turismo es la industria que consiste en transportar a gente que estaría mejor en su casa a sitios que estarían mejor sin ellos. Para Muray el turista –auténtico Quinto jinete del Apocalipsis de la modernidad– es sin duda alguna el rostro más verídico de Homo Festivus. ¡Buscad al turista y encontraréis la fealdad! “El turismo produce en el espacio lo que la modernidad produce en el tiempo: hacer feo todo lo que fue hermoso, hacer accesible todo lo que era inaccesible, hacer moderno o tourist-friendly todo lo que no lo era”.
Alguien dijo que el turismo es la industria que consiste en transportar a gente que estaría mejor en su casa a sitios que estarían mejor sin ellos. Para Muray el turista –auténtico Quinto jinete del Apocalipsis de la modernidad– es sin duda alguna el rostro más verídico de Homo Festivus. ¡Buscad al turista y encontraréis la fealdad! “El turismo produce en el espacio lo que la modernidad produce en el tiempo: hacer feo todo lo que fue hermoso, hacer accesible todo lo que era inaccesible, hacer moderno o tourist-friendly todo lo que no lo era”.
El turista es la criatura moderna y festivista por excelencia, porque
es el mejor agente de aquello que Braudillard denominaba “el asesinato
de la realidad”. Al paso del turista, todo se convierte en simulacro.
Todo lo que no es susceptible de ser visitado turísticamente, es decir,
todo lo que no se pliega de forma beata a la modernidad inocente e
hipersensible, debe ser más pronto que tarde normalizado, aseado y
aseptizado para su consumo por Homo Festivus. El turista es el
granmuseificador de la humanidad. “¿Cómo transformar a los seres
parlantes en excursionistas?
La gloria de Walt Disney consiste en haber
sido el primero que presintió que la Historia terminaba, y que el globo,
explorado por entero y visitable por cualquiera, estaba a punto de
perder sus últimos atractivos. Ya no hay planeta. Ya no hay Historia. Ya
no hay Tiempo. Sólo queda el pasatiempo.”
El gay
Desde el momento en que la homosexualidad se funda en la valoración de lo mismo–o en la devaluación de la diferencia– ello debería ya asegurarle un lugar de privilegio dentro de la mitología festivócrata. De entrada, se presupone que un homosexual piensa –o debería pensar– bien. Pero cuando Muray describe el festivismo gay no trata en modo alguno de denigrar a la homosexualidad en sí –una orientación o preferencia particular merecedora, a lo más, de una perfecta indiferencia–, sino de preguntarse por qué la homosexualidad como militancianecesita poco menos que obtener la ovación admirada de una humanidad agradecida. Lo que nos lleva a eso que denomina la gaytitud, y que consiste en asimilar una orientación sexual particular a una cosmovisión, a una categoría socio-política y a una forma de redención del género humano.
Desde el momento en que la homosexualidad se funda en la valoración de lo mismo–o en la devaluación de la diferencia– ello debería ya asegurarle un lugar de privilegio dentro de la mitología festivócrata. De entrada, se presupone que un homosexual piensa –o debería pensar– bien. Pero cuando Muray describe el festivismo gay no trata en modo alguno de denigrar a la homosexualidad en sí –una orientación o preferencia particular merecedora, a lo más, de una perfecta indiferencia–, sino de preguntarse por qué la homosexualidad como militancianecesita poco menos que obtener la ovación admirada de una humanidad agradecida. Lo que nos lleva a eso que denomina la gaytitud, y que consiste en asimilar una orientación sexual particular a una cosmovisión, a una categoría socio-política y a una forma de redención del género humano.
Señala Muray que los gays militantes han sido los más eficaces
portavoces en Europa de la ideología correctista norteamericana. Es la
cruzada por excelencia de los tiempos hiperfestivos, que –conducida con
la buena conciencia a prueba de bomba de todas las víctimas
profesionales– para conseguir sus objetivos ha utilizado la provocación,
la exigencia de protección, la culpabilización, la persecución, el
chantaje y las reivindicaciones particulares camufladas bajo la retórica
de la igualdad y de la libertad.
Según una lógica binaria –“quien no
está con nosotros está en contra”– que ha conducido a una situación
inversa a la de hace décadas: la “homofobia” es hoy susceptible de
sanción penal, y “homófobo” será todo aquel que presente alguna objeción
o que no muestre una aprobación genuflexa ante tan buena causa.
Así resulta extraordinario “verles combatir contra enemigos a los que
se oye tan poco, verles denunciar de forma rutinaria los tabúes sobre
temas de los que no se cesa de hablar, verles partir en cruzada contra
censuras que nadie ha visto, verles universalmente aplaudidos por
derribar ‘prejuicios sociales’ que no son más que lejanos recuerdos,
verles ocupar todo el escenario para denunciar que son ‘rechazados’,
verles mantener el fuego sagrado de un combate que encuentra tan pocos
opositores.” Y por eso la gaytitud se aferra como a un clavo ardiendo
cuando, por ventura, encuentra a un puñado de creyentes en la antigua
religión, o a un puñado de sostenedores del viejo mundo que quieran
prestarse a jugar el papel de fantoche reaccionario, intolerante y
homófobo, y a darle así un semblante de heroísmo a la causa ganada de
antemano.
Al gay homofestivo se le debe el impagable invento de la Pride, punto
de arranque de la Fiesta moderna, indisociable del movimiento
homosexual. Es al gay a quien Occidente le debe el icono insuperable de
la Fiesta, con los confetis, los pompones, las panderetas y las mil y
una maravillas del festivismo moderno.
El progre
Síntesis, quintaesencia o denominador común de todas las encarnacionesfestivócratas, el “progre” –lo que hoy es tanto como decir la “izquierda”– es “eldealer universal de esta humanidad en secesión de humanidad”. En su alucinante convicción de encarnar la guerra contra el Mal, la izquierda es hoy el partido meapilas contemporáneo. En su sedicente búsqueda de un mañana radiante, a la izquierda le es preciso incriminar constantemente al mundo, al tiempo que acelera el proceso de festivización.
Síntesis, quintaesencia o denominador común de todas las encarnacionesfestivócratas, el “progre” –lo que hoy es tanto como decir la “izquierda”– es “eldealer universal de esta humanidad en secesión de humanidad”. En su alucinante convicción de encarnar la guerra contra el Mal, la izquierda es hoy el partido meapilas contemporáneo. En su sedicente búsqueda de un mañana radiante, a la izquierda le es preciso incriminar constantemente al mundo, al tiempo que acelera el proceso de festivización.
Con una fe ferviente en la idea –en el fondo consoladora–
de la (des)alienación, la izquierda es congénitamente incapaz de
comprender la post-historia, y es por tanto un factor de mistificación,
es decir, un lastre para comprender el mundo en el que se vive.
¿Hay salida?
¿Philippe Muray, reaccionario? No en el sentido más habitual del término –el de alguien que quiere volver al pasado–, porque el escritor francés carece del optimismo de los que piensan que eso sería posible. El fin de la Historia es como el fin de la virginidad: no hay vuelta atrás. Pero son los directores de escena de lafestivocracia los primeros interesados en negarlo. Y pretenden que “la Historia continúa” cada vez que cualquier sobresalto les amarga el desayuno. Pero no son más que accidentes. En el futuro habrá sin duda conflictos, rupturas y convulsiones –los espasmos agonizantes del viejo mundo. Pero es preciso no engañarse: éstos no harán más que reforzar el proceso, porque, ante el horror que generan, siempre se preferirá la placidez y la sedación hiperfestivas.
¿Philippe Muray, reaccionario? No en el sentido más habitual del término –el de alguien que quiere volver al pasado–, porque el escritor francés carece del optimismo de los que piensan que eso sería posible. El fin de la Historia es como el fin de la virginidad: no hay vuelta atrás. Pero son los directores de escena de lafestivocracia los primeros interesados en negarlo. Y pretenden que “la Historia continúa” cada vez que cualquier sobresalto les amarga el desayuno. Pero no son más que accidentes. En el futuro habrá sin duda conflictos, rupturas y convulsiones –los espasmos agonizantes del viejo mundo. Pero es preciso no engañarse: éstos no harán más que reforzar el proceso, porque, ante el horror que generan, siempre se preferirá la placidez y la sedación hiperfestivas.
Un ejemplo: es habitual pretender que las manifestaciones históricas
violentas –terrorismo, integrismo islámico– son prueba irrefutable de la
continuidad de los tiempos históricos. Pero incluso si tales violencias
durasen cientos de años, para Muray no son más que pervivencias
transitorias que sólo tratan de negar una realidad: el deseo profundo y
tal vez inconsciente de todos los pueblos –digan lo que digan y hagan lo
que hagan– de alinearse con la agonía occidental, entendida ya como el
único modelo viable para la humanidad del futuro. Y la locura
sanguinaria de los fanatismos probablemente sólo encubre una cosa: la
frustración de no haber llegado todavía a ese estadio. Además, el
combate entre el terrorista islámico y Homo Festivus es un combate
desigual, que sólo puede saldarse con la victoria del segundo.
“Venceremos […] porque somos los más muertos”, afirmaHomo Festivus –por
boca de Muray. El Último hombre prevalece sobre el guerrero de la
Dhijad. Nadie puede matar a un muerto.
Es también habitual señalar a los movimientos altermundialistas y
antiglobalización como otros tantos rechazos a la uniformización
festivócrata. Nada más lejos de la realidad. De nada sirve protestar
contra la globalización a través de grandes algaradas festivas si no se
empieza por abandonar “el ideal angélico de un mundo sin fronteras, que
es precisamente la nueva frontera de la globalización, su ilusión lírica
específica. Los que defienden furiosamente la libre circulación de
capitales y los que defienden con furia la libre circulación de personas
–de los sacrosantos inmigrantes– están del mismo lado. Todos ellos son
partidarios de la des-territorialización, de un mundo confuso-onírico
donde las antiguas soberanías, producto de la humanización, se vean
abolidas para siempre.” Los activistas antiglobalización “están tan
sometidos a la modernidad matriarcal y planetaria como los Amos
transnacionales a los que dicen combatir. Y sus furibundas guerrillas
callejeras no son más que teatro callejero, una forma como cualquier
otra –‘artística’, luego doblemente culpable – de la sumisión”.
Otros hablan de un supuesto revival religioso –del auge de los
integrismos, de nuevas formas de espiritualidad– y quieren ver un
retorno de lo sagrado. No hay tal, dice Muray. No hay ningún “retorno de
la religión”. Ninguna re-espiritualización. Lo que sí hay es una
“puesta en escena” de residuos religiosos –bajo las formas más
delirantes– por el Espectáculo mismo y en beneficio del Espectáculo. Se
trata de “reavivar el núcleo duro de lo irracional, de retomar una
ficción mística consistente sin la cual ninguna comunidad, ningún
colectivismo puede aguantar el tirón”. Todo cabe ahí: las bufonadas New
Age, las extravagancias ocultistas, la moda budista o las Jornadas
católico-espectaculares en las que la Iglesia trata de adaptarse al
lenguaje del día. Festivópolis encuentra así el suplemento de
Trascendencia necesario para poder afirmar que la perfección se
encuentra en ella.
Show must go on.
Pero es el “populismo” –esa bestia negra” favorita de la
festivocracia– el que aporta el plus de negatividad necesario. Es ese
populismo que asoma cuando en algún referéndum se produce el resultado
equivocado, o cuando el pueblo dice ¡mierda! y vota a algún partido de
sulfurosas ideas y de groseros modales. En ese caso se impone una labor
de paciente pedagogía, para que los obtusos que no acaban de enterarse
de en qué mundo viven dejen de fastidiar y no tengan otras ideas y
deseos que los que para ellos deciden las élites transnacionales. El
término “populismo” encubre, en este sentido, un profundo desprecio por
el pequeño pueblo –por ese conjunto de paletos, xenófobos, cerriles,
sexistas, residuos del pasado. Evidentemente –señala Muray– quedan
todavía brotes del viejo mundo, vestigios aislados aquí y allá que aún
pueden dar algún que otro susto. Pero se encuentran de tal modo rodeados
y de tal modo trabajados por el Imperio del Bien que es difícil pensar
que puedan hacer gran cosa. Y si bien es cierto que entre mucha gente
tal vez perviva “algún terror oscuro y profundo sobre la marcha del
mundo, ese terror se ve también combatido, en el interior de cada uno,
por una tendencia a la sumisión igualmente oscura y profunda, por el
deseo de adaptarse a las nuevas condiciones, por la sensación de que no
hay elección.” Muray no alberga esperanza alguna sobre hipotéticas
capacidades de “resistencia” de pueblos que hubiesen permanecido
“sanos”.
Si Muray es reaccionario no lo es en sentido pesimista, sino en un
sentido trágico, de aceptación de lo real. Tampoco es un nihilista,
porque cuenta con sólidos asideros. Uno de ellos es su creencia en el
potencial liberador de la literatura. Otro estriba en su creencia en las
virtudes guerreras y estéticas de la risa. Hay un tercero, sorprendente
por inesperado: ¡su adhesión confesada a la fe católica y a la Iglesia
de Roma!
Es éste un punto desconcertante, sobre el que los comentadores de
Muray no acaban de ponerse de acuerdo. Lo cierto es que no hay en su
obra apologética alguna. Se ha llegado a señalar que, más que un
catolicismo ontológico, de lo que se trata en su caso es de un uso
instrumental del catolicismo: éste le proporcionaría un punto de vista
exterior sobre las cosas, al servicio de su visión del mundo. Porque en
esa visión, como hemos visto, la idea de negatividad es esencial. Y el
catolicismo –es decir, la antimodernidad por excelencia– sería para él
un instrumento de la Historia para mantener la contradicción en el seno
de lo real. De aceptar esta idea, el suyo sería un catolicismo
dialéctico, un peculiar “catolicismo hegeliano” condicionado además por
su ideología literaria, en la que el interés por el pecado y por la
culpa como presupuestos para la descripción de los fallos humanos son
elementos destacados. Es Muray en cualquier caso un extraño tipo de
católico, desprovisto de la esperanza que se les supone a los seguidores
de Cristo.
¿Un Muray sin esperanza? Todo lo más, tal vez sobre ciertas
posibilidades de que la modernidad se autodestruya. Moderno contra
Moderno…
¿Muray Superstar?
Varios años tras su muerte Muray se ha convertido en referencia intelectual de moda en el país vecino. En previsible ironía festivócrata, el “inconformista” Muray ha sido lanzado como producto al mercado cultural. Sus textos se leen en el teatro y las tiradas de sus libros se multiplican. Una paradoja que se explica en la medida en que su obra responde a una demanda latente: la de convertir la edad de vacíoen material literario y además reírse con ello. Muray –ese aguafiestas vocacional– transforma el idioma francés en una fiesta, lo retuerce en juegos de palabras y en neologismos de comicidad nunca vista, y forja un nuevo vocabulario para describir una época privada de toda forma, de toda razón y de toda belleza. La época deHomo Festivus. Muray es, en ese sentido, muy dependiente de la lengua francesa. Su eficacia retórica y estética siempre quedará mermada por muy buena que sea la traducción.
Varios años tras su muerte Muray se ha convertido en referencia intelectual de moda en el país vecino. En previsible ironía festivócrata, el “inconformista” Muray ha sido lanzado como producto al mercado cultural. Sus textos se leen en el teatro y las tiradas de sus libros se multiplican. Una paradoja que se explica en la medida en que su obra responde a una demanda latente: la de convertir la edad de vacíoen material literario y además reírse con ello. Muray –ese aguafiestas vocacional– transforma el idioma francés en una fiesta, lo retuerce en juegos de palabras y en neologismos de comicidad nunca vista, y forja un nuevo vocabulario para describir una época privada de toda forma, de toda razón y de toda belleza. La época deHomo Festivus. Muray es, en ese sentido, muy dependiente de la lengua francesa. Su eficacia retórica y estética siempre quedará mermada por muy buena que sea la traducción.
Muray es un escritor, no un ideólogo o un filósofo. No trabaja sobre
las causas de lo que describe. No busca soluciones o recetas. No es
objetivo. No se oculta tras la solidez de los argumentos – como se
supone lo haría un intelectual. Él es demasiado brillante, demasiado
protagonista. La exageración –la reducción al absurdo– es una de sus
armas. Y con ella retoma la gran tradición volteriana que aúna elegancia
formal y ferocidad en la caricatura, para ridiculizar así los nuevos
dogmas, moralismos e hipocresías. Su obra es una Comedia Humana de los
inicios de la post-historia. Una creación filosófica y política, pero
ante todo artística y literaria.
Y es ahí donde los fariseos intentan embalsamarlo. Llegados el
reconocimiento y la fama, es preciso desactivarlo, normalizarlo. Una
vieja historia. Ya los sesentayochistas se aliñaron un Nietzsche
libertario y juguetón a su medida, y evacuaron su lado incómodo –su
aristocratismo, su antidemocratismo. De Philippe Muray se pretende ahora
hacer un antimoderno a la moda, un dandy reaccionario en el fondo
encantador; un enfant terrible ocurrente a quien se toleran los
desbarres –¡qué cosas tiene Muray!–, un esteta provocador a colocar en
las estanterías de la cultura-espectáculo.
Es un intento que traduce una creciente desazón. Porque lo cierto es
que, hoy por hoy, la intelectualidad francesa más brillante ya no se
encuentra donde se supone debería estar –en la militancia bienpensante
de la izquierda divina– sino en otra historia. El discurso de Philippe
Muray no es un fenómeno aislado. Encuentra sus ecos filosóficos y
literarios en autores como Jean Braudillard, Marcel Gauchet, Michel
Houellebecq, Alain Filkienkraut, Jean Clair, Jean Claude Michéa, Gilles
Lipovetski, Renaud Camus, Richard Millet… Lo que no es extraño. Es en
Francia donde los procesos de ingeniería social más se han acelerado,
hasta hacerla casi irreconocible. Es en Francia donde la dictadura del
pensamiento único se ha hecho más agobiante, precisamente allí donde el
pensamiento crítico y la libertad de espíritu son tradiciones seculares.
No es extraño que sea también en Francia donde se alzan las primeras
disidencias importantes –también las resistencias más ruidosas– frente
al nuevo mundo que se alza sobre las ruinas de la vieja civilización
europea y de sus valores.
Toda disidencia auténtica consiste en una lección sobre cómo estar en
el mundo sin pertenecer a él. Mal que les pese a sus “recuperadores”,
el mensaje de Muray –para quien quiera escucharlo– es radical: no se
puede transigir con el mundo contemporáneo, hay que rechazarlo en
bloque. Lo cuál no significa predicar el desánimo. Todo lo contrario.
Gracias a Muray sabemos que el rechazo de la Fiesta es también una
invocación a la alegría. A la alegría de la lucidez, y al júbilo de la
inteligencia. Ambas hacen libres, y son escasamente progresistas.
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